Las tragedias vividas o recordadas en los últimos días han sido mucho más aleccionadoras que tantos discursos a los gritos o en cadena.
Me refiero a las lecciones que familiares que atraviesan el dolor por la pérdida de un ser muy querido, han dado casi sin quererlo, solamente actuando con amor y sin resentimiento, con prudencia, equilibrio y madurez.
Lo hicieron sin estridencias, con palabras sencillas y la sabiduría de los humildes.
Durante toda la semana, en la medida en que los medios fueron exponiendo a los familiares de la tragedia de la Estación Once, me fue embargando un sentimiento ambivalente de tristeza y admiración. El mayor impacto emocional lo tuve al escuchar al padre de Lucas Menghini relatar cómo la muerte de su hijo, -atrapado dos días en los vagones del tren- había quebrado su vida que nunca volvería a ser como antes.
La sensatez de sus palabras exacerban el tono matón que usan muchos de los responsables cuando tienen que referirse al mismo hecho.
Pero además, uno a uno, los familiares y también víctimas sobrevivientes, que en estos días hablaron de sus familias, de sus dolores (en algunos casos físicos), de la falta de ayuda, de sus historias, mostraron que solamente el amor los une y los define frente a la desgracia, frente a la sociedad y especialmente frente al Estado y al Gobierno.
Los que perdieron un padre, o un hijo, la pareja, el amigo o el hermano. Los que todavía sufren heridas y secuelas. En todos hay un reclamo de Justicia, nunca de revancha, sino en el deseo de evitar la reiteración de la tragedia.
Así fue la Plaza, que no era de nadie sino de todos. Donde no se escucharon insultos ni intentos ventajeros. Justicia para las 51 víctimas de Once. Mucha paz, firmeza en el reclamo y la sensación de estar dejando una estela en el azul del horizonte, para que algunas cosas empiecen a cambiar.
Fueron todas lecciones que los familiares nos dieron casi sin proponerlo. Nos estaban enseñando a ser mejores. Demostraron que lo son, que el enorme y único dolor podía trastocar en amor.
Y ayer volví a tener esa sensación de que había alguien que estaba dando una lección y que estamos obligados a escucharla.
Después de la muerte de Reinaldo Rodas, arrollado en la Panamericana por Pablo García, el padre de éste, el periodista Eduardo Aliverti, en un intento por pararse en el centro de la escena, lanzó una provocación inexplicable invitando a debatir sobre «ética periodística». Le contestó con altura y mucha sensatez, el hermano de Rodas, Sergio, sugiriendo que sería más importante debatir sobre la irresponsabilidad de quienes conducen ebrios. No podía ser de otra manera. Pretender un giro al debate para distraer la atención del lugar donde sin duda debe estar, tuvo, otra vez, una respuesta aleccionadora, de aquellos que explicitan con sencillez la sabiduría de la vida, muchas veces lejos de la que algunos creen que pueden extraer de sus vínculos de poder.
Las sociedades construyen sus reglas de acuerdo a lo que ven, a lo que escuchan de sus dirigentes. La Presidenta ha intentado varias veces poner el dolor por la muerte de su marido, en parangón con el dolor de las familias que perdieron a sus seres queridos en una tragedia provocada por la irresponsabilidad y la corrupción de empresarios y funcionarios sostenidos por ella misma. La Justicia dio una oportuna respuesta describiendo el entramado mafioso y cómplice de los referentes del sector público y privado que desviaron durante años de gobierno kirchnerista miles de millones que pasaron a engrosar sus propios bolsillos, a costa de la calidad del servicio, y finalmente a costa de la vida y la salud de muchos argentinos.
Se necesitan conductas ejemplares para definir el rumbo de una Nación que se debate, por suerte, eligiendo la sensatez de los humildes antes que la soberbia de los poderosos.
Ha sido una semana de buenas lecciones. Esperemos haberlas aprendido.