Las señales del deterioro de nuestro país son inocultables. La inflación y la inseguridad nos asfixian. La pobreza y la indigencia son el destino crónico de casi la mitad de los argentinos y argentinas. La educación y el trabajo, en estado de crisis permanente, ya no alcanzan para promover el ascenso social y la integración comunitaria. La energía y la creatividad de la sociedad argentina se diluyen ante las
trabas de un Estado ineficiente y voraz. La brecha entre una dirigencia que se habla a sí misma y una ciudadanía que quiere progresar, vivir segura y disfrutar de su libertad, es cada vez más evidente y el horizonte está tomado por la decepción y la desesperanza.