Llevo varios días pagando los atracones de chocolate de la Semana Santa. Por eso cuando avancé en la lectura de las noticias de los últimos días pensé que esa sensación tan desagradable que me surgía de lo más entrañable de mi cuerpo era una nueva expresión de aquellos pecados
Hasta que empecé a advertir que tenía más afectada la razón y la cabeza que el estómago. Sentía asco.
El Dictador Videla ha dicho en una entrevista que le hicieron en una modesta celda (así algún periodista califica el lugar donde se encuentra preso en Campo de Mayo y a mí me sigue pareciendo que es una concesión que esté allí) que «siete u ocho mil debían morir para ganar la guerra contra la subversión».
Algunos ingenuos pretendían arrepentimiento. Fue un asesino múltiple, cruel, inhumano, premeditado. Fue quien mandó a secuestrar, torturar, robar, apropiarse de niños y matar. Y lo hizo miles de veces, según él mismo reconoce, porque «durante cinco años hice prácticamente lo que quise…»
Las consecuencias de la más cruenta Dictadura de nuestra historia todavía se sienten hoy: heridas sin cerrar, verdades sin revelar, juicios sin terminar, culpables sin condena y miles de inocentes sin poder hablar. Consecuencias políticas, instituciones degradadas, el autoritarismo como forma de imponer ideas y decisiones. Consecuencias económicas y sociales. Seguimos pagando la deuda ilegítima que ha condicionado a todos los gobiernos democráticos desde el 83. Y no hemos podido salir del todo de la infiltración neoliberal, del individualismo y el no meterse. Por eso también sufrimos el impacto cultural de tantos años de terror. Víctimas que no están. Víctimas que sí están pero perdieron lo más querido. Quienes perdieron identidad y ni siquiera después de 30 años se la hemos podido devolver.
No podemos aceptar la existencia de una guerra, ni las razones de la defensa y la seguridad. Las violaciones a los Derechos Humanos cometidas desde el propio Estado no pueden tener ninguna causa de justificación y deben ser condenadas con firmeza.
Por eso tengo tanto dolor con esta reaparición tan lacerante, como tuve cuando (-después de la condena del histórico fallo de la Cámara Federal en el Juicio a las Juntas Militares-) Carlos Menem dictara aquel Decreto de Indulto basado en una falsa e ilegítima razón de pacificación nacional. El único camino a la paz es la verdad y la justicia.
Menem los perdonó. Muchos lo acompañaron en silencio cómplice porque era tiempo de vacas gordas y bolsillos llenos, de reparto de dividendos y muchas transformaciones. Las mismas de las que hoy muchos (de los mismos) reniegan con hipocresía.
Nosotros, el pueblo, no los perdonó. Nos representó la Corte cuando dispuso que aquellos Decretos eran nulos. Pero más que sus bienvenidos y justos fundamentos legales, hubiera preferido otra reacción, más inmediata, más firme, más cargada de política y de moral, para que fueran oportunamente rechazados.
Releo la soberbia del asesino, vuelvo a las fotos que se reeditan en estos días.
Solo la vida y el amor de mis hijos -a quienes vuelvo mi mirada emocionada- han logrado que una pueda haber superado el sentimiento de odio que guardé por muchos años.
Pero ni ellos me sacan esta tarde de domingo, el asco que me viene de bien adentro: de allá donde algunos creemos que está el alma.