Por Margarita Stolbizer
Es muy difícil analizar un resultado electoral, sin hacerlo previamente sobre el tiempo y el contexto. Y en particular, en este proceso electoral lo que ha primado en la definición ha sido justamente ese impacto emocional en el votante que tiene que ver con lo que muchos definen como de presión o agobio, cansancio o enojo y que en cualquiera de estos casos ha sido determinante de su voto el domingo pasado.
Tengamos en cuenta además que el resultado nos pone hoy frente a un acontecimiento histórico por varias razones. La primera, bien institucional, es que será la primera vez que los argentinos nos vamos a pronunciar en esta segunda vuelta según lo establece la Constitución Nacional para el caso que ningún candidato hubiera alcanzado los porcentajes allí estipulados.
Irán a la competencia en ese ballotaje: Scioli, el candidato oficialista; y Macri hoy representando a la oposición, más por la aspiración de sus votantes que por definiciones propias.
Ellos son también el emergente de una sociedad que llegó fracturada (agrietada dirían algunos) a pronunciarse. Y entonces el resultado no podía ser de otra manera. Desde quienes lo hicieron convencidos de las virtudes del elegido, hasta quienes públicamente confesaban sus dudas o críticas hacia el mismo, llegamos a la elección más guiados por el sentido negativo de lo que no se quería que por la certeza o confianza que nos estaba dando.
Fue una campaña pobre en debate y sobre todo en la posibilidad de apreciar una clara diferenciación de ideas y propuestas. Desigual en las posibilidades de instalación pública de todos los candidatos. Pero fue la campaña que la propia sociedad aceptó como la mejor para que nadie la apartara de las motivaciones que inspirarían su decisión: fue muy fuerte la intención de terminar con lo que había. Y claro, también era fuerte la voluntad de sostenerlo. Por eso las demás opciones, -que intentaron aportar desde las ideas y las diferencias-, sucumbieron en el intento por hacer mirar lo que la enorme mayoría no estaba en disposición de ver.
La otra circunstancia que nos pone frente a una excepcionalidad de hecho es el fin de una etapa de 12 años de gestión en el gobierno nacional y de manera particular, frente a los 28 años del peronismo comandando la provincia de Buenos Aires. Se recuperó la alternancia como elemento constitutivo del funcionamiento de la democracia. Fueron los ciudadanos los que hicieron posible este retorno a una institucionalidad que se hacía tan necesaria como tanto nos venía asfixiando la perpetuidad y el abuso de poder. El cambio de época que ello implica no es solo el de un signo político, el de un estilo, sino que desde una perspectiva positiva, nos brinda la oportunidad de discutir un proyecto de país, el comienzo de un tiempo que todos esperamos será mejor para la Argentina. Porque esta transición debe ser asumida con la esperanza que siempre implica caminar hacia el frente recuperando una cultura de diálogo y cooperación como todos hemos coincidido debería ser la impronta de este nuevo tiempo.
Dejar por detrás la confrontación y la descalificación como ejes de la disputa política, superar antinomias que los más jóvenes ni siquiera comprenden y a las que lamentablemente algunos adultos se fueron acostumbrando. Este nuevo tiempo requiere inteligencia, grandeza, generosidad, salir de falsos sectarismos o pretensiones de vanguardia iluminada.
Esta visión que intenta transmitir los mejores rasgos de la expresión popular volcada en las urnas el domingo pasado no está, sin embargo, exenta de los escepticismos propios de los demasiado parecidos que los candidatos en disputa tienen. O incluso las indefiniciones –también comunes- que los caracterizan. Si algo nos ha hecho daño durante estos años es esa cara patética y vergonzante de una pobreza ignorada desde el cálculo hasta la inacción; y su contracara con el enriquecimiento imposible de justificar de muchos funcionarios del más alto nivel gubernamental.
La falta de posicionamiento frente a estas cuestiones que marcan nuestro tiempo y contexto es el motivo de mayor preocupación frente a una nueva campaña para la definición de quién será el próximo Presidente. Y ahí es donde cabe una vez más preguntarnos como ciudadanos, cuáles son las exigencias que pondremos en un futuro gobierno, cuáles son los valores que a través de nuestra decisión pretendemos trasladarles, tanto a ellos como a nuestros hijos, cuál es la prioridad que tiene nuestra agenda social como expectativa o proyecto colectivo?
Estamos frente a un acontecimiento y una oportunidad histórica. No solo para elegir quién nos va a gobernar en los cuatro años que vienen, sino también para mirarnos, para empezar a dar vuelta a la página de lo que nos avergüenza y poder encaminarnos hacia un futuro con dignidad, el que solo se puede construir si ponemos a la igualdad como horizonte y a la decencia como actitud.