El Superclásico volvió a mostrar la dimensión de los negocios oscuros del fútbol.
Patéticamente tuvimos en vivo y en directo, ante los ojos del mundo, la connivencia de todas las partes: fuerzas de seguridad, clubes, barras y organizadores.
Esta no es la Argentina que queremos, este no es el país que quiero.
Falló todo, fallamos como sociedad. Esto tiene que cambiar y va a cambiar. Aquí hubo responsabilidades políticas y es claro que los que no pueden erradicar a los trapitos, realizar un cacheo efectivo y garantizar que en el estadio no se escondan elementos peligrosos son tan responsables como los inadaptados.
¿Tanto costaba que los dos equipos salieran juntos en muestra de repudio a los violentos y de protección a los agredidos de la barbarie? ¿Tanto costaba desalojar la parte de la tribuna lindante a la manga? Todo se alargó por impericia.
¿Y saben también por qué? Por los intereses económicos que estaban en juego y por el rating que se estaba generando. Vergüenza propia y ajena debería darnos.
Anoche hubo zona liberada: 1300 efectivos de seguridad que estuvieron pintados y jugadores que en vez de ser transportados inmediatamente a un hospital tuvieron que quedarse dos horas en el campo de juego hasta que se pudieran garantizar condiciones mínimas de seguridad.
Como mínimo hay una primera cuestión que mejorar: definir cuál debe ser el objetivo principal de la seguridad en esos partidos, o sea, cuál es el colectivo ¿A quién se debe prioridad en la protección?, a los inocentes!, en cambio, la seguridad se arma siempre en función de la barra. Y esos son los que deben quedar afuera, para que los verdaderos hinchas, sus familias, puedan estar adentro, volver a las canchas.
Todo ha sido una muestra de la incapacidad de los que tienen que proteger, frente al poder de los negocios y a los negocios del poder.
Es indignante escuchar a Angelici, y a periodistas, dirigentes, jugadores y políticos hablar de «la culpa de tres o cuatro inadaptados»; «dos o tres violentos» que le arruinan la fiesta a la familia que va a mirar un espectáculo. Este argumento parece sugerir que, con identificar a los «dos o tres», tendríamos el tema resuelto. Y sin embargo, no es así.
Sabemos que existe una violencia sostenida por un sistema de poder que se vale de esa violencia, entre otras cosas, para llevar adelante negocios y hacer tareas sucias en la política o el sindicalismo.
Los violentos están y tienen acceso a los estadios, a las entradas (al negocio de la reventa), a la utilización de las instalaciones, a los viajes internacionales; manejan dinero sucio del fútbol, tienen capacidad de coacción y amedrentan.
Para enfrentarlos hay que desmontar un sistema y eso requiere voluntad política y cuadros políticos y dirigentes decentes y decididos a desmontarlo (otra vez, hace falta decencia).
Lo que pasa es que ante la falta de voluntad política y de respuesta real para resolverlo, la mayoría negocia con los barrabravas. Y allí los vemos, envalentonados, adueñándose de los estadios, con lugares reservados en las canchas, en los aviones y en los hoteles.
El Estado Nacional, que somos todos, aportó el año pasado alrededor de 1.600 millones de pesos para el fútbol, y no regula nada. Lo usan para publicidad oficial y propaganda política al margen de la ley y de la equidad en la competencia electoral. De los que solo piensan en ellos y no les importa lo que pasa adentro de la cancha. No me parece correcto, o al menos suficiente, que sea un tema de Estado ver el fútbol en todas las casas y no tomemos la violencia en el fútbol también como un tema de Estado.
Enfrentar la violencia exige consensos, decisión política y dirigentes decentes para hacerlo. Por eso hay que terminar con la hipocresía y la complicidad, como en tantos otros ámbitos.
Quiero una Argentina sin violencia en el fútbol, con Igualdad y Decencia. Y me comprometo a trabajar para alcanzarla.